Tres historias.
Es 31 de enero de 1952 y una cordada (pareja de escaladores) franco-italiana, Lionel Terray y Guido Magnone, se ajustan fuerte los crampones a sus botas dobles, se acomodan sus pantalones bávaros dentro de ellas y salen del amparo de una cueva de hielo. No necesitan hablar, se miran y se entienden. Terray cierra los ojos un par de segundos y trata de sentir la montaña pero en su mente vuelve a cruzarse la imagen de Jacques Poincenot perdiéndose bajo la gélida correntada del río Fitz Roy mientras trataban de cruzarlo. Desde aquel día la expedición estuvo dubitativa y sollozante.
Están parados en la vía sudeste, de frente a la montaña humeante, tratando de mantenerse verticales mientras las fuertes ráfagas de viento no paran de azotarlos. Hace dos meses que llegaron a la zona y su experiencia les dice que el clima no mejorará para “terminar el trabajo”. Están frente a una montaña que traspasa su razón, su capacidad de sufrimiento y todos los preceptos de seguridad que seguían rigurosamente. Hace dos días que casi no comen y una pared vertical de laja de casi 200 metros desafía su locura en las condiciones actuales. Pero esta es la historia número tres.
Uno.
100 años y medio antes de que Poincenot muriese ahogado en el río Fitz Roy nacía un hombre que llevaría por segundo nombre Pascasio y que con 23 años sería el primer blanco en navegar el río Negro, luego el Limay llegando al lago que los mapuches bautizaron como Nahuel Huapi (isla del yaguar) viniendo desde el Atlántico. A los 12 años, junto a sus hermanos, fundó el primer museo de Historia Natural de la Argentina que luego se transformaría en el Museo de Ciencias Naturales de la Universidad de La Plata.
Años más tarde perdería a su esposa tratando de cruzar a lomo de mula la cordillera de los Andes rumbo a Chile al contraer fiebre tifoidea. Pascasio ya trabajaba como Perito de Límites para la nación en una disputa con Chile.
La tarea consistía principalmente en trazar una línea fronteriza por las altas cumbres de la Patagonia Austral, estudiando el curso de los ríos en su escurrir hacia los océanos Atlántico y Pacífico. Para ser efectivo en la tarea era necesario conocer el terreno en detalle para poder tomar posiciones y hacer propuestas que se sustentaran en las características geográficas de cada tramo de la extensa frontera entre Chile y Argentina. Pascasio era un hombre de ciencia, prolijo, determinado y un entusiasta de la patagonia. Sin dudas la persona más preparada para el cometido.
Reclutaron un equipo de personas para afrontar las difíciles expediciones a la “Patagonia Blanca”. Buscaban pericia para las tareas pero sobre todo: coraje y resistencia.
Un día se bajó de un barco un danés muy flaco, desgarbado de 19 años que parecía cumplir con los requisitos y se aprontó en la filas de Pascasio. Se llamaba Andreas Madsen, no había nacido en cuna de oro y desde niño soñaba con aventuras en tierras vírgenes.
Dos.
Madsen se crió sin madre y cumpliendo tareas de criado con familias que necesitaban de sus servicios. Desde niño desempolvaba libros que en sus palabras lo “salvaron”.
Aun siendo niño, con un par de monedas en el bolsillo, escapó rumbo al puerto más cercano, consiguió trabajo de grumete y zarpó.
En 1901 viajó por primera vez hacia la Patagonia, lugar donde viviría el resto de su vida.
Concluidas sus tareas en la Comisión de Límites un alemán que estaba por allí desde hacía ya un tiempo lo invitó a quedarse. Lo pensó unos segundos. Aceptó.
Luego de trajinar un buen rato por aquellas latitudes pusieron norte en las orillas del Lago Viedma. Se asentaron en los márgenes de un zigzagueante río que llamarían “de las vueltas”, al pié del Fitz Roy.
Su compañero de cruzada partió un verano hacia el puerto Santa Cruz en busca de provisiones (sal, harina y yerba). Era un viaje de unas 4 a 6 semanas que se extendería a siete meses en los que Madsen viviría completamente en soledad en medio de la naturaleza.
«Durante el primer par de meses -recuerda don Andreas en las primeras páginas de «La Patagonia Vieja»- ni me di cuenta de mi soledad, tan atareado y entusiasmado estaba con la construcción de mi imperio. ¡La casa propia! Supongo que cada pioneer de verdad habrá sentido la misma urgencia: crear y conquistar sin destruir. El verdadero pioneer no destruye. La destrucción comienza con las grandes compañías y su capital sin alma. ¡Lástima grande que el Gobierno no haya decretado hace cuarenta años una reserva de 20 o 30 leguas como parque nacional en este hermosísimo rincón de la tierra. Cuando cierro los ojos y vuelvo al pasado, me produce tristeza y pesadumbre recordar el bosque de antes, con sus millares de ciervos paciendo apaciblemente, sin temor al hombre; con sus millares de zorros grises, plateados y colorados, igualmente sin temor, que a veces seguían al caballo como perros, o se metían entre éstos, o se sentaban en círculo alrededor del campamento, casi a la luz del fogón, esperando se les lanzara un hueso o un trozo de carne. Reabriendo los ojos, contemplo el bosque de hoy, quemado y desnudo, sin un ciervo en millas y millas; el zorro colorado se ha extinguido, y no es fácil ver uno gris en todo el año.»
Madsen fue el primero en unir navegando en solitario el Lago Viedma con el Atlántico a través del Río Santa Cruz. En aquellos años afloraban nuevos caminos bajo sus pies.
Describió como pocos a la Patagonia y su gente, los pioneros. Se transformó, tal vez, en una de las plumas más entrañables de la literatura de la Patagonia Sur.
En el verano de 1952 llegaron a la chacra de Madsen a pedir ayuda un nuevo grupo de alpinistas que intentarían vencer lo que hasta ese momento parecía imposible: Hacer cima en el Fitz Roy. Andreas cruzó en su carreta tirada por bueyes el río Fitz Roy con Terray, Magnone y Poincenot. Este último no llegaría nunca a la costa de enfrente.
Tres.
Liberando pasos cansinos hacia la cima, Lionel Terray se apuntaba primero en la lista de los agraciados con hacer cumbre en el Chalten. Se dio vuelta buscando la mirada de Magnone y en ese cruce de miradas quedaron hermanados habiendo descubierto el secreto que reservaba la cumbre de aquella montaña.
Los diarios de la mañana del mundo llevarían la noticia.
“Nos obsesionamos con esa cumbre: queríamos ofrecérsela a Poincenot”.
Años más tarde, Terray escribiría un best seller del alpinismo titulado “Los consquistadores de lo inútil” donde dejaría descansar todos sus pensamientos sobre aquella faena.
Pascasio tenía un espíritu altruista, soñaba con preservar esa región que sus ojos habían visto por primera vez con sólo 23 años. Donó las tierras que le habían sido dadas como premio por su trabajo como Perito a la nación con la condición de que fueran protegidas y que esa gran porción de bosque andino patagónico se transformara en el primer Parque Nacional de la Argentina. El 29 de septiembre 1934 su sueño se hizo realidad.
En el portón de entrada de la casa de Andreas Madsen, hoy convertida en museo, aún puede leerse la frase: «Pensar Alto, Sentir Hondo, Hablar Claro»
Escribí este último párrafo sentado en el guardarrail de una intersección de rutas que me llevarían, cualquiera de las dos, finalmente a la ciudad de Neuquén a encontrar un abrazo y beso para las fiestas.
Mi deseo es que hayas podido sentir un ápice de lo que vivieron estos pioneros de la patagonia vieja.
Me acabo de poner los auriculares y “Bolivia” de Drexler me pone una sonrisa, ya sé que falta menos que hace un rato para que alguien pare a llevarme.
(Muchas gracias Carolina Aguer por todos los libros que me prestaste y por abrirme las puertas de tu casa y permitirme compartir con tu hermosa familia)
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